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martes, 14 de septiembre de 2010

Una mirada al Chile global

De pronto no me entiendo, o no entiendo a la gente. Consumen sus energías en devorarse unos a otros, y en una cruenta lucha sin cuartel, distraídos en ensayar mil formas de herirse, deambulan como sonámbulos en un extraño ritual de violencia que parece clamar por muertos frescos, como si no tuviéramos suficiente con los de hace treinta años, esos que se nos han hecho tan cotidianos, tan presentes en los discursos, que nuestra frágil memoria los ha transformado sólo en una pequeña dolencia, aquí en la frente. Son sólo fotografías con rostros mudos. Son un spot más; la repetida estrategia comercial de una agencia sin dueños. Son como fantasmas que nos atacan desde los noticieros, perturbando nuestra sosegada indiferencia.

Sin duda, todo comenzó un mal día, cuando éramos niños. Estabamos en nuestra vieja casa, peleándonos por tonteras, jugando todavía con barro, cuando una gran bomba disparada desde el norte explotó en el medio de nuestro campo de flores bordado. Como una portentosa bengala repartió luces y rayos de colores en todas direcciones. El poder de aquella bomba era escalofriante, cegó los ojos y la mente de muchos, nos entumeció los músculos y borró de nuestros viejos la sonrisa. Dejamos de lado nuestros juegos ancestrales, nuestros ingenuos sueños primitivos y presurosos corrimos a contemplar el espectáculo de luces y colores. Nos fuimos detrás de esos rayos coloridos tratando de atraparlos, y en este afán por alcanzarlos nos estrellamos unos a otros, nos tironeamos y pisoteamos... pero no nos importó. Nuestros hermanos mayores, quienes debían cuidarnos, nos dejaron solos, buscando para ellos la mejor ubicación y en tropel cual manada de lobos hambrientos nos lanzamos en ciega carrera hacia la luz.

Creímos ver promesas magníficas en aquel portento, y hasta aprendimos códigos extraños y los hicimos nuestros, con tal de gozarnos de su poder.

Hoy estamos globalmente prisioneros de esa luz. Nuestra existencia está colmada de toda clase de nimiedades. Ya ni siquiera sabemos quienes somos. Las costumbres extrañas nos acalambran el cuello y nos impiden mirar atrás. Agitados y atontados por el ritmo de un devenir patético, apenas si tenemos tiempo de sacudir nuestro desgastado y polvoriento traje de lentejuelas taiwanesas, pues el próximo acto está por empezar.

Practicamos a concho “el vivir el día,”sin saber adonde vamos. La omnipresente competencia, el mercado, el dinero plástico y las diarias promociones han atiborrado nuestra infantil caja de juguetes sin conseguir que olvidemos ese viejo dolor en el alma, que a pesar de todo aún lo llevamos dentro. Aún tenemos un llanto postergado, aún debemos miles de sentidos pésames. Todavía, aunque prisioneros de las luces, tendremos que expiar nuestras culpas, por todo lo que no quisimos entender a su debido tiempo y tendremos que hacernos cargo de esos rostros, de esos dolores abandonados y de esa suplicante tristeza. Habrá que darse a la tarea de curar para siempre las heridas manchadas de sangre seca, habrá que consolar y pedir perdón. Habrá que desnudarse e imaginar en nuestros cuerpos las marcas humillantes de otros cuerpos. Sólo después de eso, entenderemos una parte de nuestra historia, una mínima parte, pero suficiente para aliviar por fin, de aquel dolor en nuestra frente.
Hugo Matus R.

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Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y esa, sólo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas

Pablo Neruda